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Pacto de agujas

Claudia Daza

Mario había caído con el brazo doblado, gritando de dolor. Embolia a las siete de la mañana. Eugenia, confundida sintiéndose una estúpida, decidió escapar.

Todo había sucedido en la plaza donde solían verse. Cuando algunos jóvenes encontraron el cuerpo de Mario, notaron que éste se había arrastrado hasta perder el conocimiento.

Cuando la policía lo llevó al hospital, lo revisaron de inmediato. Ya era tarde, de la embolia desembocó a un infarto y murió. Mario padecía de algunos problemas de obesidad; pero generalmente no sentía malestar. Tenía mucha vitalidad; quería hacer tantas cosas y por eso había decidido irse del país. Cuando Eugenia le rogaba llorando para que no lo hiciera, él la abrazaba y le daba besos en la frente.

Ella odiaba que haga eso, era como un beso consuelo, una justificación, señal clara que no la quería. Quizás era el momento de entregarse; pero pensó en otro tipo de despedida. Entonces tuvo una idea: mezclar la sangre de ambos en una botella, para estar juntos toda la vida.

Sabiendo que Eugenia no era la chica que él buscaba, prefirió seguirle la corriente. ¿Pero cómo juntar la sangre? Cortarse las muñecas y unirlas como lo hacen los gitanos al casarse fue la primera ocurrencia; pero podían matarse; entonces ella sugirió ir a algún laboratorio y extraer la sangre con jeringa. Pero eran menores de edad y no tenían ninguna orden médica para hacerlo.

Mario sugirió hacerlo ellos mismos. A Eugenia le habían hecho varios análisis de sangre en su vida, así que dominaba el procedimiento. Quedaron en verse temprano al día siguiente.

Pensado en la idea de una separación definitiva, Eugenia no durmió nada esa noche. Cuando el despertador sonó, ella ya había salido de su casa. Se encontraron en un beso intenso, compraron el material en una farmacia; se olvidaron de las ligas que amarra el brazo y ayuda a ubicar la vena. La mujer que atendía los miró extrañada, tal vez pensó que eran drogadictos; pero no hizo ninguna pregunta.

Como si se tratara de una gran aventura, no paraban de reír. Decidieron ir a la plaza, se sentaron en el banco de siempre y empezaron con Eugenia. La extracción de sangre debía ser rápida en ambos casos debido a que se coagulaba en minutos. Tenía miedo, pero confió en Mario. Cuando se dieron cuenta de las ligas, ella sugirió usar el huato de su zapato. Extendió el brazo, miró a Mario con todo su amor y cerró el puño. El se fijó en la jeringa, empujó toda la presión de aire que ésta contenía y pinchó. El dolor que sentía se parecía al de su abandono. Aún así, se resistió a mirar cómo su sangre salía para concluir el pacto.

Vaciaron el contenido extraído en una botella pequeña. Cambiaron de aguja para el turno de Mario. Ahora, era ella quién debía extraer la sangre.

Lo miró largo rato, le dio un beso en la mano y la apretó para que la empuñara. El brazo era muy fuerte, las venas aparecían incluso sin presionar, pinchó, pero le dio miedo y sacó la jeringa. Después de discutir cómo debía hacerlo sin equivocarse, volvió a meter la aguja y nuevamente la sacó. Él se enfadó y decidió hacerlo por sí mismo; pero en el otro brazo no podía encontrar vena alguna. La jeringa volvió a manos de Eugenia.

Había introducido muchas veces la aguja y sólo extrajo aire. El ritual se había convertido en un juego de pinchazos. Una vez más, Eugenia pinchó pero sin fijarse cómo estaba la jeringa. En vez de extraer la sangre del cuerpo de Mario, empujó con toda sus fuerzas e inyectó el aire de la jeringa.

Cuando el cuerpo de Mario era examinado por los médicos forenses, éstos se dieron cuenta que su brazo derecho tenía muchas señas de pinchazos. Pensaron en un caso de adicción; pero no había síntomas de sobredosis. Con seguridad su muerte no sólo fue a causa de una embolia y un infarto.

Eugenia caminaba desorientada por las calles con la botellita de sangre y la jeringa en su bolsa. No entendía qué había pasado. Suponía que Mario se había desmayado, que volvería a verlo sano y que quizás ya ni viajaría. Volvió a la plaza, vio a un grupo de policías, los observó de lejos, trató de correr como antes; optó por alejarse caminando. Volvió a casa, la llamaron por teléfono para avisarle de la muerte de Mario, se encerró en su cuarto y se puso a llorar. Mientras buscaba un lugar donde ocultar su sangre coagulada y las agujas, reflexionaba. ¿Qué era más doloroso? ¿Acaso el abandonarla no era más grave que el meterle aire en las venas?



Publicado: enero 2012

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