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Carmelo y su carnaval

Ana Rosa López Villegas

Esta es la historia de Carmelo, un ciudadano simple, un hombre común y corriente, trabajador y honrado como muchos de los que habitan este país. Carmelo estaba por cumplir los 50 años y soñaba con el día de su jubilación.

A pesar de tener una familia numerosa había ahorrado algún dinerito para cumplir con otro sueño: participar bailando de diablo en la entrada del carnaval en Oruro, su ciudad natal. Añoraba su terruño cada día como si fuese el último y recordaba con tristeza la hora en la que tuvo que dejarlo para buscar mejores condiciones de vida en La Paz. Aunque llevaba mucho tiempo viviendo como una paceño más, Carmelo volvía a su tierra todos los años para convertirse en un despojo alucinado de las deslumbrantes carnestolendas de por allá. Como muchos otros orureños, bolivianos y extranjeros, se embelesaba, se fundía con la maravillosa fiesta y sobre todo creía sin dudarlo en los milagros de la Virgen del Socavón, a cuya devoción se ofrecían las danzas y los coloridos atuendos que cada vez dejaban anonadados a propios y extraños.

Aunque nunca había podido bailar, el Carnaval era para Carmelo la ocasión precisa para depositar toda su fe en la Mamita Morena del Socavón, que era como todos los feligreses y bailarines conocían a la Virgen María, cuya hermosa imagen apareció un día pintada por un autor anónimo y talentoso en un oscuro socavón del cerro Pie de Gallo en la ciudad de Oruro y en honor a la cual fue construida la capilla del Socavón en las faldas de aquella mística montaña. Carmelo le rogaba a la Virgen que le permitiera, aunque fuera sólo una vez, poder bailar en la grandiosa festividad y aquel año la Virgen oyó sus plegarias.

Faltando algunas semanas para la fastuosa fiesta, Carmelo se fue hasta el taller de un artesano caretero, compadre suyo y al que ya le había comentado su profundo deseo de bailar en devoción a la Virgen del Socavón, así que le pidió que le hiciera una careta de diablo, una tal que nunca antes se haya visto.

El compadre caretero que tenía tanto talento para timar como para moldear cuernos de diablo y sabido de su fama como artista sin igual del yeso y la pintura, no dudó en aceptar el pedido.

-Tendrás que darme un adelanto -le advirtió-. Carmelo tenía el dinero en la mano y le pagó no sólo el adelanto, sino la obra completa.

-Es la primera vez que bailo, compadre, -se confesó Carmelo con el caretero y siguió- quiero una careta con ojos saltones que sean capaces de mirar en la oscuridad, de dientes puntiagudos como los de Satanás, de cuernos esbeltos como los de Luzbel. Quiero una máscara de la que se desprenda como mecha ardiente una peluca de doradas hebras, una careta digna de la Mamita del Socavón. Con cada palabra parecía saltarle el corazón.

Cercanos ya los feriados de carnaval, las calles de Oruro comenzaban a llenarse de alegres turistas y orgullosos lugareños; de colores, de música, de ese libido desaforado que la ausencia del cotidiano ritmo se ocupa de diseminar. Las arterias más importantes se convertían en verdaderas verbenas populares, plagadas de cánticos y de borrachines; de parejas danzantes, de curiosos timoratos y otros animados y bullangueros. Las veredas dejaban de serlo para transformarse en graderías de madera y estructuras metálicas y cuyos propietarios se encargaban de vender como si se tratase de las locaciones de un gran teatro. La gente compraba los asientos a cualquier precio con tal de asegurarse un puesto para ver a la cincuentena de fraternidades y conjuntos folclóricos que se desplazarían bailando a lo largo de los tres kilómetros y medio de recorrido, cuyo tramo final concluye en las puertas de la capilla del Socavón. Diabladas, Morenadas, Caporales, Incas, Tinkus, Negritos, Cullaguadas, Llameradas, Tobas: miles de danzarines, cientos de bandas musicales y otros cientos de músicos esperaban con impaciencia el comienzo del gran sábado de peregrinación. Carmelo ya quería sumarse a todos ellos, dichoso y feliz de poder ser parte de una diablada y de cumplir el primero de los tres años de la promesa de bailar por la Virgen del Socavón.

El tiempo pasaba sin mayor reparo. Faltaban ya pocas horas para la gran entrada del carnaval, Carmelo volvió a visitar a su compadre, disipado de sus preocupaciones cotidianas y mientras viajaba apretado y de pie en un autobús destartalado, iba pensando en cómo llegar sin retrasos hasta la terminal de buses de La Paz para poder trasladarse a Oruro. En aquellas fechas, la terminal paceña mutaba en hervidero humano, en mar de gentes agitadas en busca de un pasaje, a cualquier hora y precio con tal de llegar a la Capital del Folklore de Bolivia.

En el preciso momento en el que Carmelo llegaba al taller, vio salir del mismo a un gringo de gran estatura y corpulencia y cuyos ojos azules y resplandecientes no se despegaban de la maravillosa y peculiar máscara de diablo que llevaba en las manos, ni siquiera Carmelo pudo contener el asombro y se quedó boquiabierto mirando la careta que se llevaba el extranjero. Era una máscara de ojos grandes y redondos, de pómulos salientes y colorados, una nariz de alas dentadas y diabólicas, un par de cuernos turgentes y llamativos, unos colmillos feroces y plateados. Por encima de la frente aparecía un lagarto de tres cabezas y dos alas, adornado con lentejuelas doradas y brillantes. Por detrás le caía una rubia y larga peluca de rizos perfectos y dorados como el sol. Una verdadera obra de arte.

Pasada la sorpresa y después de ver desaparecer al gringo entre la multitud de gente que a esa hora llenaba la conocida calle Los Andes o calle de bordadores de La Paz, Carmelo entró al taller del compadre quien aún no terminaba de guardar un fajo de verdes billetes en su caja de madera. Más sorprendido que Carmelo, el compadre caretero comenzó a carraspear.

-¡Ay, Carmelito, no te esperaba hoy día!, ¿en qué te puedo ayudar? -le dijo mientras endulzaba su sinvergüenzura con una sonrisa socarrona. Antes de que Carmelo pudiera articular palabra alguna, prosiguió. -Seguro que vienes por tu careta de diablo, en un momento te la saco.

Mientras Carmelo esperaba apoyado en el mostrador, sus retinas mantenían la viva imagen de la máscara que llevaba el gringo, era espectacular, sin embargo grande fue también su desilusión cuando su querido compadre sacó de la parte posterior del taller una mascarita pequeña y desteñida, con un cuerno más grande que el otro, con varios dientes sin pintar y con unos ojos que parecían un par de toscos cristales sin pulir. No tenía ni una sola lentejuela ni un solo color brillante o vistoso. En la parte de atrás tenía la máscara unas cerdas duras e hirsutas de un color amarillo y apagado que más se parecían a la cola despeinada y sucia de un caballo que a las ardientes llamas de un averno. Al terminar de observarla, Carmelo pasó a ver la sonriente y cínica cara del compadre caretero.

-¡Ay compadrito! Atinó a decir el ingenuo Carmelo. -Ésta es realmente una careta de diablo tal, que nunca antes se haya visto. Sin desanimarse por completo, Carmelo cargó la careta de diablo y salió del taller y mientras caminaba se perdió entre el bullicio precarnavalero que ya rebosaba por los ventrículos y aurículas de su devoto corazón.

Aquel carnaval fue como cada año radiante, magnífico y espectacular. Aquel carnaval nadie pudo olvidar al diablo bailarín más entusiasta y saltimbanqui que una diablada haya podido cobijar.



Publicado: enero 2012

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