Bolivianos continúan tradición milenaria para conservar la papa
Bolivia. (Argenpress). El invierno se aleja del sur del mundo, y con su fin, concluye también en Bolivia el tiempo de preparación del chuño, una especie de papa deshidratada que forma parte de la cultura y la alimentación de los pueblos andinos desde tiempos milenarios.
Sara Choque tiene 63 años y vive en la provincia de Omasuyo, en una comunidad perdida al norte de La Paz, y dice que su vida, hasta donde le llegan los recuerdos, está ligada a esas papas trastocadas en piedras oscuras, que han sido, durante los años duros, el plato que ha salvado del hambre a miles de pobres.
Cuenta que todo empieza con el anuncio de las primeras heladas, que los pueblos aimaras saben leer en el cielo con la aparición de las Pléyades, llamadas por ellos Lliphi lliphis, que en español equivale a brillo, centelleo, fulgor.
Un sabio o yatiri es el encargado de anunciar la helada de la noche, que pueden avisar también las direcciones del viento; o algunas arañas, cuando tejen sus telas hacia oriente, al caer la tarde; o en el vuelo de unos pájaros, los Liqi liqis, cuando se precipitan en bandadas sobre el lago Titicaca o persiguen al búho, al buitre o al cernícalo.
Cuando se dan esas señales, el yatiri convoca a los dioses andinos, principalmente a los Uta illas y a los Apus (grandes señores), y les cantan coplas antiguas y les ofrecen bebidas de chicha y hojas de coca para que los favorezcan en la gran ceremonia de la noche.
"Papa mamata, apill mamata... jutjakita... (Oh preciada papita, preciada oquita... ven a mí)", rezan al inicio de sus cantos, que no se han escrito en ningún lugar y que todos conocen desde los tiempos de los primeros pobladores.
Sara Choque asegura que cuando están dadas las señales, se apuran a llevar las papas escogidas para hacer chuño a la planicie, al anochecer, sobre el lomo de decenas de llamas, para que cuando las temperaturas desciendan sobre la tierra con sus grados bajo cero, el tubérculo se entumezca y el agua en su interior se congele.
Allí estarán por cuatro a cinco semanas, colocadas una al lado de otra, en esas especies de pampas a orillas de los ríos o lagos, para que en la noche, los campesinos las rocíen con agua y el frío actúe en la madrugada.
Dos o tres jornadas después llega el momento más esperado: las papas están congeladas por las heladas de la madrugada y deshidratadas por el sol del día, y deben ser pisadas para extraerles los últimos reductos de agua.
"En ese día participa toda la comunidad, se hace con los pies descalzos y se baila sobre las papas hasta aplastarlas", explica Choque.
Luego viene el proceso de apilamiento, en el que los chuños son elegidos, uno por uno, en dependencia de su grado de congelación, y luego son vueltos a pisar, tras otras dos noches de frío intenso.
Es entonces cuando comienza el tiempo del estragamiento, en el que los tubérculos secos son restregados con las manos para quitarle los últimos restos de cáscara que no cayeron con las pisadas.
Pero no termina ahí: viene después la ceremonia del aventamiento, en la que tras brindar con chicha y hacer ofrendas a la Pachamama, los campesinos mantean los chuños, como paso previo al llenado de los costales, en el que según la tradición, solo deben participar los hombres.
Tras este largo ajetreo, los sacos se juntan y son transportados a las casas, donde esperan las mujeres con la comida y la bebida para iniciar las fiestas hasta la noche.
Deben celebrar, porque han alcanzado su cometido: lograr conservar la papa de la podredumbre, garantizar un alimento básico para los tiempos de seca y para las noches de frío, permitir la comida a la comunidad cuando todo falte.
Vistas después, una vez terminado el proceso, es casi imposible pensar que esas papas disecadas como piedras recogen en sí tantas noches de esfuerzos y sabiduría, como si constituyeran en sí mismas un resumen o un símbolo de las luchas del pueblo andino por su supervivencia.
Dice la leyenda que el proceso fue inventado por los tiwanakotas, antecesores de los incas, hace más de mil 500 años, pero sus enseñanzas perduran hoy en el imaginario del hombre aimara como una manifestación de ritos, como una celebración de la vida contra el frío, la pobreza y el hambre.
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