Trece pibes menos
Agencia Rodolfo Walsh
Argentina. Cuna de angelitos sigue siendo Salta. Los niños se esfuman como burbujas de jabón y con ellos se va ajando la piel de la utopía. Se mueren de hambre. Son muertos, asesinados, exterminados como la semilla de la rebeldía.
Cada niño que nace es la esperanza de volver al mundo patas arriba. De devolver la riqueza a las manos de los saqueados. De encenderle luz a un país que le desactiva el farol a cada ochava del futuro. Trece niños de poco menos o poco más que un año se han muerto desde enero a junio en Salta.
Brisa Castillo tenía apenas ocho meses. Respiraba fatigosamente en la misión wichi Salí, cerca de Embarcación. Frágil como un cristalito murió el 20 de mayo en el Hospital de Orán. Presentaba un "cuadro de desnutrición agravado por una infección respiratoria". Ocho meses logró sobrevivir en la humedad de la tierra olvidada, puesta a brillar como una lentejuela en el barro. Ocho meses atrás nacía y en ella se alzaba en llamas una esperanza. Es que cada niño que nace trae bajo la lengua la semilla de la rebeldía. Bajo el brazo el pan multiplicador. En los ojos la chispa de todas las revoluciones que no fueron. Por eso los acallan y los mal alimentan. Y tantos se mueren antes de tener fuerzas para soplar una vela en el oscuro, sobre la torta del porvenir.
Depende de dónde se nace para intuir cuándo se muere. Un bebé que nace en Formosa, en Embarcación, en Tartagal, tiene tres veces más probabilidades de no llegar a cumplir un año que un niño que nace en Belgrano o en Caballito. Más de veinte certificados de defunción diarios en todo el país determinan con un eufemismo cómplice que los niños mueren de paros cardiorrespiratorios. Detrás de la causa obvia, generalizada, está el hambre. Las enfermedades parientas, evitables, desencadenadas, convocan a la muerte cebada y lujuriosa, en los hospitales colapsados por falta de médicos, enfermeras, insumos y presupuesto.
Alit Morena Pacheco tenía la piel mate y se le achinaban los ojos cuando amenazaba con llorar. Un año y cinco meses de vida guaraní en Villa Rallé, en Pichanal. Hasta que el 8 de junio no pudo más. Las fuerzas no le alcanzaron nunca para caminar. Ni para hablar. Sus huesitos se quebraban con un soplo. No supo lo que era el agua buena, el calcio, las proteínas, los nutrientes, la leche tibia de las mañanas. Cuadro de desnutrición extrema, según el riguroso certificado de defunción del Hospital de Orán. Murió, dice el Tribuno de Salta que explican en el Hospital, por "shock séptico, a causa de neumonía bifocal derecho, anemia, y por un cuadro de desnutrición extremo que en términos médicos se conoce como kwashiorkor". Una palabra impronunciable, tan compleja, para hablar de hambre. El kwashiorkor es un asesino de niños. Una enfermedad del abandono, un dolor de la intemperie, un crimen del desprecio. "Es provocada por la ausencia de nutrientes, como las proteínas en la dieta. Los signos de Kwashiorkor incluyen abombamiento abdominal, coloración rojiza del cabello y despigmentación de la piel".
La Argentina tiene apenas el 0.65% de la población mundial. Produce el 1.61% de la carne y el 1.51% de los cereales que se consumen en el planeta. Pero nueve millones de chicos tienen hambre. Casi tres mil se mueren anualmente por desnutrición. Y otros tantos por hambres escondidas en fiesta de disfraz.
Mayra Ramos apretó el botoncito a la una y media de la mañana del 7 de junio. Lo tenía en la palma de la mano y sólo tuvo que cerrar el puño, con su último aliento. En segundos, no más, las alas se abrieron a la altura de los omóplatos. Y Mayra se diluyó en un vuelo azul, hacia un cielo donde la felicidad corre en arroyitos de leche y miel. Vivía a diez cuadras del Hospital de Orán. En una casita de aire y chapas, con veintidós personas más. Pesaba seis kilos cuando llegó al Hospital. La mitad de lo que pesa un bebé de once meses que no esté condenado desde el origen. Que no haya llegado al mundo como resaca de la vida. Como sobra que fastidia. Mayra iba a cumplir un año el 17 de junio. No tendría más cumpleaños que una mamadera de agua verde y un pancito imposible. En febrero su madre la había llevado al Hospital. Pesaba cuatro kilos y la dieron de alta. Nadie la vio, sin embargo. Pudo ser ella la esperanza del mundo, cuando nació como una llamita de fósforo tenue en medio de la más rotunda oscuridad. Pero no fue. No pudo. La vulneró la atroz paradoja de nacer en una tierra con leche en sus venas y banquetes que brotan de su dermis. Nacer en el país del alimento. Y morir de hambre.
Mayra, como uno de los niños desnutridos de cada tres que se cuentan en Salta, debió ser controlada por el sistema de Atención Primaria de la Salud (APS) cada 15 días. Pero nadie la vio. Es que la casilla de aire y chapa amontonaba a veintitrés. Y ella era tan pequeña. Tan pequeña.
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